Cuando era pequeña solía odiar mi nombre: todo el mundo lo cambiaba y los otros niños se burlaban de mí apodándome “harina” o “gallina”, así que solía cambiarlo por nombres sencillos, muy comunes, esos que todo el mundo conoce y está cansado de repetir. No salía de Rosa, Margarita, Ana, María, etc., y como es obvio, mi madre se molestaba cuando alguien que acabábamos de conocer, inadvertidamente caía en mi engaño y terminaba llamándome por aquél nombre falso que tan astutamente hacía mío.
“Batallé mucho para elegir ese nombre, no se lo cambien a uno tan común”, era más o menos lo que decía, o al menos eso recuerdo.
Con el tiempo me di cuenta de la ventaja de tener un nombre no tan común, al menos en mi país: mientras vas creciendo y tus compañeros de escuela maduran contigo, dejan de molestarte por algo tan absurdo como un nombre que no han escuchado jamás, aún más si tu nombre no es exactamente feo. Alina no es un nombre feo, o al menos eso es lo que yo pienso, y al parecer los demás también han llegado a asimilarlo bastante bien. Por otra parte, resulta placentero pensar que, cuando llaman tu nombre, no se refieren a nadie más que a ti, lo que hace que la mayoría de las personas lo memoricen con mayor facilidad, y, coincidirán en que el ser recordado es algo realmente provechoso.
Sin embargo, mientras aún no superaba el horrible asunto de las burlas infantiles, y los corajes maternos al ver mi nombre falseado, busqué explicaciones, ¿acaso no hubo alguna vez un nombre normal que estuviera en su lista, uno que no me causara tantos problemas de bulling?
Resulta que antes de decidirse por mi nombre, había dos opciones entre las que no podían terminar de elegir, así que habían optado por llamarme de las dos maneras en un principio, hasta que coincidieron en que el nombre que eligiera mi padre era mucho más femenino.
Mi madre había elegido Athena, como la diosa griega de la sabiduría, la guerra justa y los trabajos manuales: por supuesto, la idea me encantó, pero esta opción había quedado descartada incluso antes de que se toparan y se enamoraran ambos de mi actual nombre.
La opción de mi padre, que hubiese sido mi nombre si mi madre no hubiera sido adicta a leer las historias de supervivencia que escriben a la revista Selecciones de Reader’s Digest -en donde encontró a una alpinista que superó muchos retos para sobrevivir atrapada en la nieve-, era el nombre Penélope.
Inmediatamente sentí aversión a siquiera pensar en ser llamada así: si mi nombre actual que era poco común, provocaba desagradables sobrenombres, ¿qué tal uno que, para empezar, se podía prestar a dobles sentidos bastante morbosos? Claro está, sin contar el hecho de que pareciera ser que el diminutivo –Penny- resulta ser predilecto para las zorras de mala calaña.
Por otra parte, lo que más me disgustó, fue la relación de ese nombre con mis experiencias.
Penélope era el nombre de la esposa de Ulises, memorable personaje principal de los clásicos poemas del poeta Homero.
Su significado es “la que espera”. Penélope vio partir a Ulises hacia la guerra de Troya y lo esperó durante años, incluso después de que les llegará la noticia de su fallecimiento, ella siguió firme en la creencia de que él regresaría a su lado, por lo que cuando le dijeron que como reina debía elegir a un nuevo rey, ideó un inteligente plan y prometió que seleccionaría a su futuro marido una vez que terminara de tejer un tapete bordado al cual dedicaba sus días enteros, pero secretamente deshilaba todas las noches.
De esa manera, Penélope pasó veinte años de su vida esperando a Ulises, hasta que él logró volver a ella.
No me mal entiendan, por supuesto que reconozco la osadía, la profundidad y devoción de su amor por su esposo, a quien siempre le fue fiel. La fidelidad y la paciencia son virtudes que reconozco, admiro y respeto, pero el problema no radica en eso.
Para Penélope estuvo bien porque ella es el personaje de un poema ¿qué había en su vida más que lo que el autor describió para ella? Si lo vemos desde el punto romántico o literario, todas esas palabras y sus acciones suenan muy hermosas, la hacen la perfecta esposa y mujer que espera al hombre con dedicación… el personaje terciario o incluso incidental que acompaña los recuerdos del protagonista.
Traslademos ahora esa historia a la vida real, ¿no es Penélope realmente patética? La mujer perfecta que espera a que regrese su hombre de ensueño que probablemente –o seguramente, si nos fijamos en la realidad actual, vacía de valores y virtudes, maleada por pecados y vicios- jamás regresará a ella, o, más triste aún, que se queda ahí sin mirarle jamás.
¿Qué pasa con Penélope? Se queda desperdiciando su vida en la espera de una ilusión vana, convirtiéndose en el papel incidental de su propia historia.
Detesto ese nombre, pero, a veces, si no es que la mayoría del tiempo, siento que me parezco más a ella de lo que jamás me pareceré a Athena… no por su devoción y paciencia, sino porque regularmente soy yo la que espera.
Ya no quiero esperar.
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